Antón Castro
Siempre nos había llamado la atención la figura de Ignacio Ara: su rostro labrado a golpes, su escasa y redondeada cabellera y aquel aspecto de hombre rudo y noble, que mira de frente a los ojos. Habíamos oído decir que era el mejor púgil aragonés de todos los tiempos hasta la aparición de Perico Fernández. Habíamos visto fotos suyas, especialmente una de 1945 cuando se enfrentó en Valencia en un combate memorable con el esgrimista y técnico García Álvarez, la eterna pelea de la nueva estrella que emergía ante el viejo campeón en su ocaso. En un domingo de rastro --ese mismo rastro que acaba de glosar Fernando Jiménez Ocaña en El tesoro de Espoz y Mina (Onagro)--, nos encontramos con un folleto de 1968 escritor por el gran periodista de Marca Pedro Escamilla: Ignacio Ara. El maestro. Seguimos nuestras pesquisas, preguntamos aquí y allá, y hemos ido descubriendo algunos enigmas de esta figura olvidada: en 1999 hubiera cumplido 90 años.
Nació Ignacio Ara en abril de 1909 en Sigüés, una minúscula parroquia de Sos del Rey Católico. Parece ser que vivió muy poco tiempo en su pueblo, porque sus padres emigraron muy pronto al otro lado de los Pirineos, a Mauleon. Allí creció en un paisaje verde y floridos, con inviernos gélidos y veranos plácidos y soleados. Creció, hablando en castellano y en francés, en una casita llamada Chalet Vicenta, nombre de su madre. Su padre, Mariano Ara, trabajaba en una fábrica de calzado y alcanzó el puesto de encargado. La familia regresó a Aragón, concretamente a Jaca donde uno de los abuelos tenía una talabartería, porque los alemanes estaban a punto de invadir París durante la I Guerra Mundial. Los Ara regresaron al cabo de un tiempo y volvieron a instalarse en su casa con jardín. Se sabe que Ignacio estudió en un colegio de frailes; allí, el padre Abadie le impulsó a amar todos los deportes, incluido el ciclismo, que suscitaba grandes debates y peleas entre los chicos. Unos se decantaban por Henri Pellisier y otros por Phillipe Thys, y en esta rivalidad descubrió el joven aragonés la fuerza de sus puños. Su opositor fue un gigantón llamado Lanzabó: se propinaron coces, puñetazos, zancadillas, aquello fue como una batalla campal de reducidas dimensiones, Ignacio volvió a casa malherido y sangriento, pero con la conciencia tranquila: se había defendido como un oso y había colocado dos golpes por cada uno de su rival.
Quiso ser pelotari, pero a su padre le parecía una profesión de poco provecho. Rectificó y le dijo que le gustaría ser cocinero, así que decidió irse a París. Le habían conseguido un empleo de pinche de cocina en el Hotel Point--Neufe que le consumía casi todo su tiempo. Siempre que podía acudía a un frontón cercano, y un día se encontró con un muchacho que estaba a punto de hacerse muy famoso: Paulino Uzcudun, un joven ex leñador que sería aspirante en varias ocasiones al cetro universal de los pesados ante Joe Louis y Max Schmelling. Y también se hizo muy amigo del semipesado vasco Isidoro Gaztañaga. Ambos acudían casi todos los días al Gimnasio Anastesie; el joven cocinero se quedaba entusiasmado con un tipo llamado Molina, era un auténtico bailarín de claqué que soltaba las manos con la velocidad del rayo. Sin que hubiese ninguna razón por medio se fue con Gaztañaga a San Sebastián y casi por error debutó sobre el cuadrilátero en 1925 ante el italinao Ambrosoni: lo encorrió a golpes en un sólo asalto con unos guantes, un calzón y unas botas enormes.
Allí empezaba su fraguarse su destino. Ganó sus primeros 36 combates por la vía rápida y pretendió pelear con el gran campeón español del momento: Ricardo Alis, que le rehuyó. Entonces peleaba ya en los pesos medios. Volvió a casa cuando empezaba a ser famoso y recibió un glorioso rapapolvo de sus padres; se produjo entre ellos la ruptura y marchó a París dispuesto a coronarse campeón de los medios y a hacerse rico. En Francia mantuvo una enconada trifulca con un tal Vaucland --se repartieron mamporros en cuatro peleas durísimas y ganaron dos cada uno--, y de ahí pasó a debutar en el Albert Hall de Londres. Pero su sueño era San Francisco y consideró que Nueva York era el paso intermedio: se presentó allí y combatió con Eddie Bowie en 1929. Un comentarista escribió de Ara: "Es el boxeador extranjero de mayor combatividad que he visto en mi vida. Su estilo es maravilloso".
Harto de esperar una oportunidad importante, se marchó a La Habana, que sería uno de sus lugares preferidos. Allí se batió, y ganó, con José de la Paz, Jimmy de Capua y Relámpago Salgueiro, ante quien sufrió un accidente grave en la mano derecha. Por entonces, cambió de manager: pasó a ser dirigido por el cubano Pincho Gutiérrez que dirigía al inolvidable Kid Chocolate, cantado por los poetas y dramaturgos, y al argentino Vittorio Cámpora. Cada mes su nombre sonaba más fuerte: era todo un atleta del ring, poseía una excelente pegada, un gran sentido de la esquiva y la constancia del corrredor de fondo. Y la ambición indesmayable del campeón. Empezó a advertir de su fuerza cuando vapuleó en un asalto a Joe Dundee, que acababa de perder su cetro universal de los welters.
En 1931, recién proclamada la II República, llega a España con el deseo de boxear en las fiestas del Pilar con el escurridizo Ricardo Alis, pero no pudo ser aquí la velada. Le duró un suspiro y el aragonés empezaba a tomar la senda del título: primero ganó el europeo ante el austriaco Kar Neubauer, a quien tumbó seis o siete veces en cuatro asaltos. Para más difícil iba a ser coronarse campeón del mundo ante el formidable y rocoso Marcel Phil, campeón del mundo de los medios: el primer choque fue durísimo y según los cronistas lo había ganado Ara, pero los jueces dictaminaron lo contrario. Y año y medio después, en febrero de 1934, Phil le propinó una soberana paliza.
Ara regresó a España y se lució en veladas multitudinarias con Martínez de Alfara en el Price o el Metropolitano. Phil cumplió su promesa y le dio la tercera oportunidad: en los cinco primeros asaltos, ganó Ara, pero se desfondó y el arrollador francés le castigó severamente y retuvo el título. Allí se acabaron los sueños de grandeza. La Guerra Civil le cogió en Buenos Aires; volvió una vez concluida y completó un palmarés inconcebible de peleas: cerca de 300, más que uno de los héroes casi recientes, el mexicano Julio César Chávez. En mayo de 1947, con 38 años, se coronó campeón nacional de los pesados, y se retiró al poco tiempo. Luego se dedicó a entrenar en Buenos Aires (fue preparador de Fred Galiana) y a los olímpicos españoles de México 68, desde Salamanca. Volvió a Buenos Aires, donde falleció en 1977. Le confesó a Escamilla: "A mí me hubiese gustado ser médico. Tampoco llegué, como me exigía mi hombría, a campeón del mundo del peso medio. Una vez porque me robaron; otras, porque me vencieron".
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